Translate

sábado, 15 de diciembre de 2007

Conocimiento e interés.


Aunque el pensamiento de Habermas sigue una línea compleja, hay en el mismo algo que parece constante: su intención de poner en marcha una crítica social que tenga por objetivo una teoría de la sociedad donde la teoría y la práctica caigan bajo una forma de racionalidad capaz de aportar a la vez explicaciones y justificaciones (un tipo de racionalidad en donde la conciencia de la explicación sea al mismo tiempo la justificación de la explicación). En este sentido queremos subrayar el concepto de “interés” introducido por Habermas.
De acuerdo con lo expuesto por Habermas a lo largo de las páginas de “Conocimiento e interés”, la disolución de la "ilusión objetivista"; dogma del positivismo postulado como teoría oficial de la ciencia, sólo puede llevarse a cabo mediante la puesta en evidencia de los intereses que guían la investigación racional.
Habermas pone de manifiesto que no quiere llevar a cabo una reducción de “determinaciones” lógico – trascendentales a “determinaciones” empíricas. Por otro lado, no se trata tampoco de una noción meramente, o estrictamente, trascendental, alejada de la historia natural de la especie humana.
No se trata de gratificaciones de deseos inmediatos empíricos sino de una solución de problemas. Son los problemas que, por otro lado, suscitan estos mismos intereses, fundamentalmente los procesos de aprendizaje y la comprensión mutua.
A la luz de esta naturaleza "interesada" del conocimiento, queda claro que no es legítimo establecer ninguna clase de abismo insalvable entre la actividad epistémica y la praxis humana, entre teoría y acción. Esto supone, por un lado, romper con el tópico del bios theôrètikos aristotélico y, de paso, con toda la epistemología clásica fundada en torno a la oposición sujeto-objeto y su irreductible corte; por otro, impugnar la pretendida asepsia de la ciencia en la constitución de su objeto de conocimiento, como por otro lado ya se habían encargado de recordar, desde una perspectiva inmanente, todas las teorías que subrayaban la incidencia del observador sobre el fenómeno observado.
Habermas trata de mostrar que el interés “mediador” es un proceso en una especie de escala o jerarquía de intereses. Existe el interés que surge del deseo de dominio y control de la Naturaleza; es un interés “técnico”, pero en la medida en que la tecnología se apoya en, o está íntimamente ligada a, la ciencia natural, cabe decir que todo el conocimiento científico está dirigido por el interés. Otro es el interés comunicativo, que es el que lleva a los integrantes de una sociedad a entenderse (y a veces a no entenderse) con otros miembros de la misma comunidad, o que lleva a entendimientos (y mal entendimientos) entre diversas comunidades. La expresión intelectual de este interés son las “ciencias del espíritu”, a veces agrupadas bajo la “hermenéutica”. Finalmente, hay el interés “emancipador o liberador, propio de la reflexión, y manifestado en las ciencias propiamente críticas, como las teorías sociales y cuanto menos en parte del pensamiento filosófico.
Lo que subyace a esta cuestión es un interrogante de más amplio calado, y que podríamos formular así: ¿cuáles son los intereses últimos de los "intereses"?
La vuelta autorrecursiva que delinean los intereses racionales sobre la totalidad de la empresa cognoscitiva es, de hecho, el nexo que mantiene ligado al edificio cultural-científico en su conjunto con el historial implícito de su filogénesis. Los intereses rectores del conocimiento, en la exposición de Habermas, configuran lo que podríamos denominar un marco trascendental de la investigación: constituyen focos de orientación a partir de los cuales se establecen vínculos efectuales entre la actividad teórica y el mundo vital en su concreción práctica, técnica o emancipatoria.
El núcleo esencial de la argumentación de Habermas se endereza a demostrar que los intereses desempeñan una función fundamental en el logro de la autonomía humana, en su progresivo extrañamiento respecto de la naturaleza.
La auto reflexión puede convertirse en una ciencia, como ocurre con el psicoanálisis y la crítica de las ideologías, y en una ciencia que, además, es capaz de dar cuenta de, y también transformar, las otras ciencias, con los intereses concomitantes. El interés emancipador resulta ser un interés justificador, y explicativo en tanto que justificador.
Retomando el concepto de naturalez interesada, no puede evitarse la impresión de que Habermas no logra desembarazarse del todo, al menos en la obra que nos ocupa, de la pesada impronta biologicista: su discusión con Freud, en el tramo final del libro, tampoco despeja las dudas que pudiéramos albergar al respecto, pues aunque aquí Habermas impugna el concepto hipostasiado de naturaleza que maneja el psicoanálisis, al mismo tiempo se muestra impotente para ofrecer un modelo alternativo que dé cuenta del complejo proceso autopoiético en que, esencialmente, consiste la hominización. Es aquí, por tanto, donde la línea argumental del libro va a enfrentarse a una casi irresoluble encrucijada: por un lado, se ofrece la posibilidad de dar prioridad a la naturaleza en la formación del conocimiento humano, como matriz modeladora de la cual partirían los principales estímulos para iniciar cualquier impulso de índole teórica; por otro lado, surge como alternativa un planteamiento centrado en el mundo histórico, en la propia evolución del conocimiento a partir de sus condicionamientos inmanentes.
Habermas había entrevisto ya las dificultades de la primera vía cuando, en su tesis doctoral de 1954, abordó las insuficiencias de la Naturphilosophie de Schelling en su aspiración de reconstruir la emergencia del espíritu a partir de la naturaleza. Es posible ver en esta crítica al idealismo schellinguiano la sombra de un escrúpulo que ha acompañado secularmente a toda la tradición racionalista, consistente en ver en el giro naturalista de la filosofía un momento "regresivo" dentro de la historia del espíritu, una recaída en el crudo naturalismo cientificista que cercenaría sin remedio el impulso emancipatorio de la razón.
Sea como fuere, de esta primera confrontación con la "filosofía de la naturaleza" conservará Habermas una reiterada aversión hacia todo intento de explicar la realidad a partir de "realidades últimas" o de cualquier "filosofía primera". En “Conocimiento e interés” encontramos numerosos indicios de este repudio, pero a la vez no puede decirse que la cuestión, las relaciones entre naturaleza e historia, se hayan resuelto a favor de la segunda. Todo lo contrario: Habermas no puede prescindir de un concepto biogenético del conocimiento, puesto que ello le arrojaría a los brazos de un historicismo que supone, por definición, la relatividad radical del raciocionio y el carácter contingente de su adquisición. Para Habermas, el surgimiento de sociedades dotadas de poderosos mecanismos de autorreflexión basados, en primer término, en la comunicación lingüística (y de ahí la pertinencia del capítulo dedicado a Dilthey) no puede explicarse desde supuestos estrictamente historicistas, sino tan sólo a partir de una continuidad en la interacción de hombre y naturaleza. De ahí la negativa que más adelante esgrimirá Habermas a admitir una "superación" del discurso ilustrado, esto es, una pluralidad de cosmovisiones que haga del lenguaje de la razón un dialecto más dentro de la babélica confusión del mundo contemporáneo.
¿Cómo articular, entonces, una teoría del conocimiento que tenga en cuenta el enraizamiento de la razón en la naturaleza sin caer a su vez en la tentación de absolutizar ésta? Desde presupuestos muy distintos, pues en aquel caso se trataba de un trabajo de crítica cultural, Adorno y Horkheimer habían trazado en su “Dialéctica del Iluminismo” un eficaz prospecto de las mutaciones que la imagen de la naturaleza ha sufrido en el mundo moderno, sometido a los dictados de la razón instrumental. En la desencantada visión de estos autores, la naturaleza ha de ser contemplada como "espejo de la dominación", como testimonio de una mutilación encarnizada entre cuyos fragmentos alentaría, no obstante, la esperanza de lo salvífico. Pero no hay que olvidar que la naturaleza no es en sí misma otra cosa que el reino de la brutalidad, la idiotizada exaltación de lo instintivo, la negación de todo lo espiritual que se perpetúa en nombre de la lucha por la subsistencia. El único modo de acceder a una imagen "positiva" de lo natural, es decir, cargada de cierto potencial emancipatorio, es aquel que nos suministran los vestigios de su destrucción a manos de la irracionalidad "racionalista" del ser humano. Es decir: para Adorno y Horkheimer sólo tiene interés la naturaleza en la medida que haya sido investida de una significación "espiritual" por un proceso histórico de sufrimiento y devastación.
No hace falta decir que Habermas se aparta resueltamente del sesgo apocalíptico que caracterizaba a la reflexión de sus dos predecesores. El elemento utópico está del todo ausente de la reflexión contenida en “Conocimiento e interés”, toda vez que el compromiso con la praxis que sostiene el esfuerzo filosófico de Habermas no admitiría una evasión de carácter místico hacia los terrenos de una "absoluta ajenidad". La naturaleza que postula Habermas en su reconstrucción de la historia del conocimiento es reconocidamente abstracta, en la medida en que no es objeto de ninguna especificación descriptiva, pero en modo alguno mitologizada o irracional. Se trata, sencillamente, del elemento inespecífico "contra" el cual la humanidad se constituye como sujeto colectivo.
Ahora bien, este carácter reactivo de la autoformación de la especie no deja de ser problemático desde el punto de vista de sus implicaciones. Resulta difícil no vincularlo a una larga tradición filosófica que ilustra la condición disminuida del ser humano respecto al orden natural; tradición que arranca de Herder y Schopenhauer (quien ya hablaba en su Metafísica de la naturaleza de la ingénita inadaptación del hombre al medio que lo ve nacer), alcanza periféricamente a Unamuno (su concepto del "animal enfermo") y culmina en la antropología filosófica de autores como Gehlen, que enarbolan la Mangelhaftkeit ("carencialidad") como marca distintiva de la especie humana. Así, en la medida en que la humanidad gehleniana es oscuramente consciente de la peligrosidad que entraña su debilidad pulsional, adquirirá la capacidad de desarrollar instituciones que preserven su existencia de la permanente amenaza aniquiladora del entorno natural. Estas instituciones asumirán una función de mediadoras entre el hombre y la naturaleza, con la indeseada consecuencia de impedir cualquier contacto con la inmediatez de lo real, de fragmentar la existencia y proyectarla hacia un espectro virtualmente ilimitado de posibilidades. Por otra parte, al transmitirse de una generación a otra, el contenido de estas instituciones irá perdiendo poco a poco su vitalidad primigenia, hasta quedar convertido en un mecanismo inercial tan opresivo como la propia naturaleza de la que pretendía inicialmente liberarse. Se llega así a un fenómeno típico de la modernidad tardía denunciado ya por Simmel en sus escritos sociológicos: el extrañamiento del individuo respecto a los productos de su propia cultura. El acatamiento de las instituciones, que en principio era una condición inexcusable para la supervivencia, ha terminado por revelarse como un obstáculo para una vida digna de tal nombre, al constituirse éstas en una "segunda naturaleza" que, en lugar de estimular la facultad autopoiética del hombre, tiende más bien a neutralizarla bajo infinito cúmulo de normas y restricciones. El diagnóstico de Gehlen sobre la época presente implica una suerte de trágico estoicismo: nuestras creaciones más valiosas se han tornado impenetrables, opacas, puesto que ya ni siquiera somos capaces de reconocer a su través ese remoto vínculo que originariamente las subordinaba a la necesidad natural. Pero a la vez no cabe pensar en un abandono del marco institucional, en un retorno a la existencia edénica, por cuanto esa renuncia a la tutela de lo "cultural", en el sentido más amplio del término, iría de inmediato acompañada de una explosiva recaída en la barbarie. Esa es la razón por la que Gehlen desaconseja enérgicamente todo intento de modificar el marco sociocultural dado partiendo de la iniciativa individual; sólo en el lento proceso de cristalización de los intereses colectivos (reflejo, en último término, de la tensión dialéctica entre naturaleza y espíritu) es concebible encontrar un relativo acomodo a las expectativas humanas de felicidad.
Es legítimo pensar que Habermas tenía en mente las demoledoras tesis de Gehlen (expuestas en obras como “Der Mensch” y “Urmensch und Spätkultur”) cuando, en las páginas finales de “Conocimiento e interés”, pasa revista a las posturas de Marx, Freud y Nietzsche en torno a la cuestión de la base natural del conocimiento. En particular se hace perceptible cuando se aborda la teoría del último Freud acerca de la constitución de la cultura. Hay que constatar que, en el conjunto de la obra freudiana, el uso del término "institución", en la acepción técnica que recibe en sociología y antropología, es bastante escaso frente a la frecuencia abrumadora de "cultura", que cubre aproximadamente el mismo espectro semántico. Eso nos autoriza a pensar que la crítica que Habermas dirige contra la teoría freudiana de la cultura es, en buena medida, si no en primer término, aplicable a la antropología filosófica de Gehlen. Así, Habermas protesta ante el hecho de que, para Freud, las construcciones culturales no sean en esencia otra cosa que "ilusiones": productos patológicos, derivaciones de una conducta neurótica imputable a la especie entera. Esa insistencia en el carácter fantasioso de lo cultural impidió al fundador del psicoanálisis valorar en su justa medida el potencial de objetivación que anida en tales creaciones, y que es capaz de "fijar" y de volver inteligible esa misma realidad de la que en principio pretendería huir. De ahí que, en contra del conservadurismo gehleniano, Habermas invoque a la necesidad de desplazar históricamente (de acuerdo con un designio genuinamente progresista) el radio de alcance de las instituciones.
Transcribimos: "Para el individuo el marco institucional de la sociedad es una realidad inmutable. Los deseos, que son incompatibles con esa realidad, son irrealizables y transformados por la "defensa" en síntomas; son empujados por la vía de las satisfacciones sustitutivas y conservan el carácter de fantasías del deseo. Pero para la especie de su conjunto las fronteras de la realidad son muy móviles. El grado de represión socialmente necesaria se mide en el alcance variable del poder de disposición técnica sobre los procesos naturales. Así, el marco institucional, que regula la distribución de cargas y recompensas y estabiliza un orden de dominación que asegura las renuncias que impone la cultura, puede ser flexibilizado por el progreso técnico, y una parte creciente de tradición cultural, que tiene inicialmente un contenido proyectivo, puede transformarse en realidad, es decir, transformar las satisfacciones virtuales institucionalmente reconocidas. Las "ilusiones" no son únicamente falsa conciencia". (Habermas, “Conocimiento e interés”, Madrid, Taurus, 1982, página 276).Llegamos, por tanto, a la conclusión de que la reluctancia del autor de “Conocimiento e interés” a admitir en su integridad el modelo naturalizado de razón propuesto por la antropología cultural tiene una profunda motivación de índole sociopolítica. No es lícito, desde el punto de vista del pensador francfortiano, esgrimir el interés de la autoconservación como único desencadenante del conocimiento humano: pues lo distintivo de las facultades cognitivas del hombre es, precisamente, su capacidad para autotrascender su propio dinamismo. Por eso se hace preciso integrar en cualquier reconstrucción del proceso reflexivo el papel determinante de los mecanismos de interacción socializadora, que son, en definitiva, los encargados de dotar al impulso cognoscitivo de un adecuado marco de referencias semánticas estables: "El interés por la autoconservación no puede ser definido de manera independiente de las condiciones culturales: el trabajo, el lenguaje, la dominación. El interés por la autoconservación no puede tener como meta, así sin más, la reproducción en la vida de la especie, ya que esa especie, bajo las condiciones culturales de existencia, tiene que empezar interpretando qué es lo que entiende por vida. Estas interpretaciones se orientan, a su vez, según las ideas de la "vida buena". "Lo bueno" no es ni convención ni esencia, es algo fantaseado con la suficiente exactitud como para satisfacer y dar articulación a un interés fundamental: el interés por la medida de la emancipación que, históricamente, tanto en las condiciones dadas como en las que pueden ser objeto de manipulación, es objetivamente posible." (Habermas, “Conocimiento e interés”, Madrid, Taurus, 1982, página 284).
De este modo logra Habermas sortear el escollo del naturalismo radical, y políticamente paralizante, que preconizaba Gehlen en sus escritos de los años cuarenta: reconduciendo su planteamiento hacia el terreno de una insospechada hermenéutica de la existencia. La especie sólo puede reconocer como cognoscitivamente "interesante" aquello que, de manera previa, ya ha sido esclarecido y señalado como tal por el entendimiento y el lenguaje.
Ahora bien, no resulta claro en Habermas si los tres diversos tipos de interés antes mencionados se distinguen entre sí o constituyen algo así como una jerarquía más o menos contínua, con el interés emancipador, o el interés por la emancipación, formando la culminación de este movimiento de intereses y con ello el punto álgido de la auto reflexión. En todo caso tal como se manifiesta en la crítica, especialmente en la crítica a través de las ciencias sociales, el interés emancipador puede restablecer el abismo entre razones y decisiones, entre instrumentos y finalidades.. Pero no queda claro si el interés emancipador no trasciende entonces (contradiciendo aquello que se proclama) todos los intereses, que quedan relegados al reino de la instrumentalidad irracional o a la decisión arbitraria, convirtiéndose en una especie de categoría trascendental fuera de la historia.

No hay comentarios: