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sábado, 15 de diciembre de 2007

Conocimiento e interés.


Aunque el pensamiento de Habermas sigue una línea compleja, hay en el mismo algo que parece constante: su intención de poner en marcha una crítica social que tenga por objetivo una teoría de la sociedad donde la teoría y la práctica caigan bajo una forma de racionalidad capaz de aportar a la vez explicaciones y justificaciones (un tipo de racionalidad en donde la conciencia de la explicación sea al mismo tiempo la justificación de la explicación). En este sentido queremos subrayar el concepto de “interés” introducido por Habermas.
De acuerdo con lo expuesto por Habermas a lo largo de las páginas de “Conocimiento e interés”, la disolución de la "ilusión objetivista"; dogma del positivismo postulado como teoría oficial de la ciencia, sólo puede llevarse a cabo mediante la puesta en evidencia de los intereses que guían la investigación racional.
Habermas pone de manifiesto que no quiere llevar a cabo una reducción de “determinaciones” lógico – trascendentales a “determinaciones” empíricas. Por otro lado, no se trata tampoco de una noción meramente, o estrictamente, trascendental, alejada de la historia natural de la especie humana.
No se trata de gratificaciones de deseos inmediatos empíricos sino de una solución de problemas. Son los problemas que, por otro lado, suscitan estos mismos intereses, fundamentalmente los procesos de aprendizaje y la comprensión mutua.
A la luz de esta naturaleza "interesada" del conocimiento, queda claro que no es legítimo establecer ninguna clase de abismo insalvable entre la actividad epistémica y la praxis humana, entre teoría y acción. Esto supone, por un lado, romper con el tópico del bios theôrètikos aristotélico y, de paso, con toda la epistemología clásica fundada en torno a la oposición sujeto-objeto y su irreductible corte; por otro, impugnar la pretendida asepsia de la ciencia en la constitución de su objeto de conocimiento, como por otro lado ya se habían encargado de recordar, desde una perspectiva inmanente, todas las teorías que subrayaban la incidencia del observador sobre el fenómeno observado.
Habermas trata de mostrar que el interés “mediador” es un proceso en una especie de escala o jerarquía de intereses. Existe el interés que surge del deseo de dominio y control de la Naturaleza; es un interés “técnico”, pero en la medida en que la tecnología se apoya en, o está íntimamente ligada a, la ciencia natural, cabe decir que todo el conocimiento científico está dirigido por el interés. Otro es el interés comunicativo, que es el que lleva a los integrantes de una sociedad a entenderse (y a veces a no entenderse) con otros miembros de la misma comunidad, o que lleva a entendimientos (y mal entendimientos) entre diversas comunidades. La expresión intelectual de este interés son las “ciencias del espíritu”, a veces agrupadas bajo la “hermenéutica”. Finalmente, hay el interés “emancipador o liberador, propio de la reflexión, y manifestado en las ciencias propiamente críticas, como las teorías sociales y cuanto menos en parte del pensamiento filosófico.
Lo que subyace a esta cuestión es un interrogante de más amplio calado, y que podríamos formular así: ¿cuáles son los intereses últimos de los "intereses"?
La vuelta autorrecursiva que delinean los intereses racionales sobre la totalidad de la empresa cognoscitiva es, de hecho, el nexo que mantiene ligado al edificio cultural-científico en su conjunto con el historial implícito de su filogénesis. Los intereses rectores del conocimiento, en la exposición de Habermas, configuran lo que podríamos denominar un marco trascendental de la investigación: constituyen focos de orientación a partir de los cuales se establecen vínculos efectuales entre la actividad teórica y el mundo vital en su concreción práctica, técnica o emancipatoria.
El núcleo esencial de la argumentación de Habermas se endereza a demostrar que los intereses desempeñan una función fundamental en el logro de la autonomía humana, en su progresivo extrañamiento respecto de la naturaleza.
La auto reflexión puede convertirse en una ciencia, como ocurre con el psicoanálisis y la crítica de las ideologías, y en una ciencia que, además, es capaz de dar cuenta de, y también transformar, las otras ciencias, con los intereses concomitantes. El interés emancipador resulta ser un interés justificador, y explicativo en tanto que justificador.
Retomando el concepto de naturalez interesada, no puede evitarse la impresión de que Habermas no logra desembarazarse del todo, al menos en la obra que nos ocupa, de la pesada impronta biologicista: su discusión con Freud, en el tramo final del libro, tampoco despeja las dudas que pudiéramos albergar al respecto, pues aunque aquí Habermas impugna el concepto hipostasiado de naturaleza que maneja el psicoanálisis, al mismo tiempo se muestra impotente para ofrecer un modelo alternativo que dé cuenta del complejo proceso autopoiético en que, esencialmente, consiste la hominización. Es aquí, por tanto, donde la línea argumental del libro va a enfrentarse a una casi irresoluble encrucijada: por un lado, se ofrece la posibilidad de dar prioridad a la naturaleza en la formación del conocimiento humano, como matriz modeladora de la cual partirían los principales estímulos para iniciar cualquier impulso de índole teórica; por otro lado, surge como alternativa un planteamiento centrado en el mundo histórico, en la propia evolución del conocimiento a partir de sus condicionamientos inmanentes.
Habermas había entrevisto ya las dificultades de la primera vía cuando, en su tesis doctoral de 1954, abordó las insuficiencias de la Naturphilosophie de Schelling en su aspiración de reconstruir la emergencia del espíritu a partir de la naturaleza. Es posible ver en esta crítica al idealismo schellinguiano la sombra de un escrúpulo que ha acompañado secularmente a toda la tradición racionalista, consistente en ver en el giro naturalista de la filosofía un momento "regresivo" dentro de la historia del espíritu, una recaída en el crudo naturalismo cientificista que cercenaría sin remedio el impulso emancipatorio de la razón.
Sea como fuere, de esta primera confrontación con la "filosofía de la naturaleza" conservará Habermas una reiterada aversión hacia todo intento de explicar la realidad a partir de "realidades últimas" o de cualquier "filosofía primera". En “Conocimiento e interés” encontramos numerosos indicios de este repudio, pero a la vez no puede decirse que la cuestión, las relaciones entre naturaleza e historia, se hayan resuelto a favor de la segunda. Todo lo contrario: Habermas no puede prescindir de un concepto biogenético del conocimiento, puesto que ello le arrojaría a los brazos de un historicismo que supone, por definición, la relatividad radical del raciocionio y el carácter contingente de su adquisición. Para Habermas, el surgimiento de sociedades dotadas de poderosos mecanismos de autorreflexión basados, en primer término, en la comunicación lingüística (y de ahí la pertinencia del capítulo dedicado a Dilthey) no puede explicarse desde supuestos estrictamente historicistas, sino tan sólo a partir de una continuidad en la interacción de hombre y naturaleza. De ahí la negativa que más adelante esgrimirá Habermas a admitir una "superación" del discurso ilustrado, esto es, una pluralidad de cosmovisiones que haga del lenguaje de la razón un dialecto más dentro de la babélica confusión del mundo contemporáneo.
¿Cómo articular, entonces, una teoría del conocimiento que tenga en cuenta el enraizamiento de la razón en la naturaleza sin caer a su vez en la tentación de absolutizar ésta? Desde presupuestos muy distintos, pues en aquel caso se trataba de un trabajo de crítica cultural, Adorno y Horkheimer habían trazado en su “Dialéctica del Iluminismo” un eficaz prospecto de las mutaciones que la imagen de la naturaleza ha sufrido en el mundo moderno, sometido a los dictados de la razón instrumental. En la desencantada visión de estos autores, la naturaleza ha de ser contemplada como "espejo de la dominación", como testimonio de una mutilación encarnizada entre cuyos fragmentos alentaría, no obstante, la esperanza de lo salvífico. Pero no hay que olvidar que la naturaleza no es en sí misma otra cosa que el reino de la brutalidad, la idiotizada exaltación de lo instintivo, la negación de todo lo espiritual que se perpetúa en nombre de la lucha por la subsistencia. El único modo de acceder a una imagen "positiva" de lo natural, es decir, cargada de cierto potencial emancipatorio, es aquel que nos suministran los vestigios de su destrucción a manos de la irracionalidad "racionalista" del ser humano. Es decir: para Adorno y Horkheimer sólo tiene interés la naturaleza en la medida que haya sido investida de una significación "espiritual" por un proceso histórico de sufrimiento y devastación.
No hace falta decir que Habermas se aparta resueltamente del sesgo apocalíptico que caracterizaba a la reflexión de sus dos predecesores. El elemento utópico está del todo ausente de la reflexión contenida en “Conocimiento e interés”, toda vez que el compromiso con la praxis que sostiene el esfuerzo filosófico de Habermas no admitiría una evasión de carácter místico hacia los terrenos de una "absoluta ajenidad". La naturaleza que postula Habermas en su reconstrucción de la historia del conocimiento es reconocidamente abstracta, en la medida en que no es objeto de ninguna especificación descriptiva, pero en modo alguno mitologizada o irracional. Se trata, sencillamente, del elemento inespecífico "contra" el cual la humanidad se constituye como sujeto colectivo.
Ahora bien, este carácter reactivo de la autoformación de la especie no deja de ser problemático desde el punto de vista de sus implicaciones. Resulta difícil no vincularlo a una larga tradición filosófica que ilustra la condición disminuida del ser humano respecto al orden natural; tradición que arranca de Herder y Schopenhauer (quien ya hablaba en su Metafísica de la naturaleza de la ingénita inadaptación del hombre al medio que lo ve nacer), alcanza periféricamente a Unamuno (su concepto del "animal enfermo") y culmina en la antropología filosófica de autores como Gehlen, que enarbolan la Mangelhaftkeit ("carencialidad") como marca distintiva de la especie humana. Así, en la medida en que la humanidad gehleniana es oscuramente consciente de la peligrosidad que entraña su debilidad pulsional, adquirirá la capacidad de desarrollar instituciones que preserven su existencia de la permanente amenaza aniquiladora del entorno natural. Estas instituciones asumirán una función de mediadoras entre el hombre y la naturaleza, con la indeseada consecuencia de impedir cualquier contacto con la inmediatez de lo real, de fragmentar la existencia y proyectarla hacia un espectro virtualmente ilimitado de posibilidades. Por otra parte, al transmitirse de una generación a otra, el contenido de estas instituciones irá perdiendo poco a poco su vitalidad primigenia, hasta quedar convertido en un mecanismo inercial tan opresivo como la propia naturaleza de la que pretendía inicialmente liberarse. Se llega así a un fenómeno típico de la modernidad tardía denunciado ya por Simmel en sus escritos sociológicos: el extrañamiento del individuo respecto a los productos de su propia cultura. El acatamiento de las instituciones, que en principio era una condición inexcusable para la supervivencia, ha terminado por revelarse como un obstáculo para una vida digna de tal nombre, al constituirse éstas en una "segunda naturaleza" que, en lugar de estimular la facultad autopoiética del hombre, tiende más bien a neutralizarla bajo infinito cúmulo de normas y restricciones. El diagnóstico de Gehlen sobre la época presente implica una suerte de trágico estoicismo: nuestras creaciones más valiosas se han tornado impenetrables, opacas, puesto que ya ni siquiera somos capaces de reconocer a su través ese remoto vínculo que originariamente las subordinaba a la necesidad natural. Pero a la vez no cabe pensar en un abandono del marco institucional, en un retorno a la existencia edénica, por cuanto esa renuncia a la tutela de lo "cultural", en el sentido más amplio del término, iría de inmediato acompañada de una explosiva recaída en la barbarie. Esa es la razón por la que Gehlen desaconseja enérgicamente todo intento de modificar el marco sociocultural dado partiendo de la iniciativa individual; sólo en el lento proceso de cristalización de los intereses colectivos (reflejo, en último término, de la tensión dialéctica entre naturaleza y espíritu) es concebible encontrar un relativo acomodo a las expectativas humanas de felicidad.
Es legítimo pensar que Habermas tenía en mente las demoledoras tesis de Gehlen (expuestas en obras como “Der Mensch” y “Urmensch und Spätkultur”) cuando, en las páginas finales de “Conocimiento e interés”, pasa revista a las posturas de Marx, Freud y Nietzsche en torno a la cuestión de la base natural del conocimiento. En particular se hace perceptible cuando se aborda la teoría del último Freud acerca de la constitución de la cultura. Hay que constatar que, en el conjunto de la obra freudiana, el uso del término "institución", en la acepción técnica que recibe en sociología y antropología, es bastante escaso frente a la frecuencia abrumadora de "cultura", que cubre aproximadamente el mismo espectro semántico. Eso nos autoriza a pensar que la crítica que Habermas dirige contra la teoría freudiana de la cultura es, en buena medida, si no en primer término, aplicable a la antropología filosófica de Gehlen. Así, Habermas protesta ante el hecho de que, para Freud, las construcciones culturales no sean en esencia otra cosa que "ilusiones": productos patológicos, derivaciones de una conducta neurótica imputable a la especie entera. Esa insistencia en el carácter fantasioso de lo cultural impidió al fundador del psicoanálisis valorar en su justa medida el potencial de objetivación que anida en tales creaciones, y que es capaz de "fijar" y de volver inteligible esa misma realidad de la que en principio pretendería huir. De ahí que, en contra del conservadurismo gehleniano, Habermas invoque a la necesidad de desplazar históricamente (de acuerdo con un designio genuinamente progresista) el radio de alcance de las instituciones.
Transcribimos: "Para el individuo el marco institucional de la sociedad es una realidad inmutable. Los deseos, que son incompatibles con esa realidad, son irrealizables y transformados por la "defensa" en síntomas; son empujados por la vía de las satisfacciones sustitutivas y conservan el carácter de fantasías del deseo. Pero para la especie de su conjunto las fronteras de la realidad son muy móviles. El grado de represión socialmente necesaria se mide en el alcance variable del poder de disposición técnica sobre los procesos naturales. Así, el marco institucional, que regula la distribución de cargas y recompensas y estabiliza un orden de dominación que asegura las renuncias que impone la cultura, puede ser flexibilizado por el progreso técnico, y una parte creciente de tradición cultural, que tiene inicialmente un contenido proyectivo, puede transformarse en realidad, es decir, transformar las satisfacciones virtuales institucionalmente reconocidas. Las "ilusiones" no son únicamente falsa conciencia". (Habermas, “Conocimiento e interés”, Madrid, Taurus, 1982, página 276).Llegamos, por tanto, a la conclusión de que la reluctancia del autor de “Conocimiento e interés” a admitir en su integridad el modelo naturalizado de razón propuesto por la antropología cultural tiene una profunda motivación de índole sociopolítica. No es lícito, desde el punto de vista del pensador francfortiano, esgrimir el interés de la autoconservación como único desencadenante del conocimiento humano: pues lo distintivo de las facultades cognitivas del hombre es, precisamente, su capacidad para autotrascender su propio dinamismo. Por eso se hace preciso integrar en cualquier reconstrucción del proceso reflexivo el papel determinante de los mecanismos de interacción socializadora, que son, en definitiva, los encargados de dotar al impulso cognoscitivo de un adecuado marco de referencias semánticas estables: "El interés por la autoconservación no puede ser definido de manera independiente de las condiciones culturales: el trabajo, el lenguaje, la dominación. El interés por la autoconservación no puede tener como meta, así sin más, la reproducción en la vida de la especie, ya que esa especie, bajo las condiciones culturales de existencia, tiene que empezar interpretando qué es lo que entiende por vida. Estas interpretaciones se orientan, a su vez, según las ideas de la "vida buena". "Lo bueno" no es ni convención ni esencia, es algo fantaseado con la suficiente exactitud como para satisfacer y dar articulación a un interés fundamental: el interés por la medida de la emancipación que, históricamente, tanto en las condiciones dadas como en las que pueden ser objeto de manipulación, es objetivamente posible." (Habermas, “Conocimiento e interés”, Madrid, Taurus, 1982, página 284).
De este modo logra Habermas sortear el escollo del naturalismo radical, y políticamente paralizante, que preconizaba Gehlen en sus escritos de los años cuarenta: reconduciendo su planteamiento hacia el terreno de una insospechada hermenéutica de la existencia. La especie sólo puede reconocer como cognoscitivamente "interesante" aquello que, de manera previa, ya ha sido esclarecido y señalado como tal por el entendimiento y el lenguaje.
Ahora bien, no resulta claro en Habermas si los tres diversos tipos de interés antes mencionados se distinguen entre sí o constituyen algo así como una jerarquía más o menos contínua, con el interés emancipador, o el interés por la emancipación, formando la culminación de este movimiento de intereses y con ello el punto álgido de la auto reflexión. En todo caso tal como se manifiesta en la crítica, especialmente en la crítica a través de las ciencias sociales, el interés emancipador puede restablecer el abismo entre razones y decisiones, entre instrumentos y finalidades.. Pero no queda claro si el interés emancipador no trasciende entonces (contradiciendo aquello que se proclama) todos los intereses, que quedan relegados al reino de la instrumentalidad irracional o a la decisión arbitraria, convirtiéndose en una especie de categoría trascendental fuera de la historia.

viernes, 14 de diciembre de 2007

La concepción kantiana de lo sublime matemático en la “Analítica de lo sublime” de la Crítica del juicio.


El carácter que Kant acentúa en la esteticidad, y por el cual ésta es revelación en el mundo sensible de la absoluta potencia de la idea de razón y de la libertad del espíritu, se presenta según él más evidentemente en esa forma de experiencia estética que se distingue del sentimiento de lo bello, el sentimiento de lo sublime.
En su analítica de lo sublime podemos leer: § 26. [...] en el juicio de lo bello, la imaginación [se aplica] en su libre juego al entendimiento, para coincidir con los conceptos de éste en general (sin determinarlos), en cambio, en el juicio de una cosa como sublime, aquella facultad se refiere a la razón, para coincidir subjetivamente con sus ideas (sin determinar cuáles), [...].". En el ámbito de lo sublime, los conceptos del entendimiento y las ideas de la razón se disponen frente a frente; dando como resultado una superación de la razón respecto al entendimiento. Es mas, ésta demuele al entendimiento para poder con plena libertad perderse la razón en el pensamiento de lo infinito, de lo incondicionado, de lo absoluto. Escribe Kant: § 25. "[...] Sublime es lo que, por ser sólo capaz de concebirlo, revela una facultad del espíritu que va más allá de toda medida de los sentidos.". En una contemplación de la naturaleza, por ejemplo, observando un cielo estrellado; muchas veces llegamos a los límites del conocimiento discursivo. Pues bien, es en esos momentos cuando el entendimiento se desborda y se nos representa la infinidad de lo absoluto. Entonces sentimos lo sublime. Ahora bien, Kant distingue dos tipos de sublimidad: lo sublime matemático y lo sublime dinámico. Trataremos de lo sublime matemático.
Dice Kant: § 25. "Denominamos sublime a lo absolutamente grande. [...]" ... "[...] Sublime es aquello comparado con lo cual resulta pequeño todo lo demás. [...]"
El sublime matemático o de la cantidad consiste en oponer la idea del infinito espacio a la percepción real de un espacio limitado. De este modo, la imaginación se declara incapaz de apreciar la magnitud dada. Ésta acusa su limitación y se ve incapaz de seguir adelante, por lo que cede el paso a la operación puramente intelectual. El resultado ahora es que sentimos en nosotros cómo la idea de lo infinito supera lo dado. Naturaleza e imaginación desaparecen ante la idea; la imaginación se muestra inadecuada para exponer la idea de la razón, y sobreviene entonces el sentimiento del respeto. Éste se caracteriza por conllevar displacer y placer simultáneamente. El displacer es consecuencia de la limitación de nuestra facultad sensible. El placer se debe al despertar en nosotros de ideas suprasensibles.
Pues bien, este sentimiento placentero y doloroso a la vez es el sentimiento de lo sublime. En él vemos al mismo tiempo nuestra pequeñez y nuestra grandeza. Cuando en una noche estrellada contemplamos los ámbitos celestes, llega un momento en que la imaginación se cansa de representarse la muchedumbre de mundos y la inmensidad de los espacios. Renuncia a ello, porque siempre aparece como pequeña cualquier magnitud que imagine. Ante esto, se humilla la experiencia, siempre finita, y queda triunfante la idea; se siente el hombre incapaz, pequeño, abrumado, pero al mismo tiempo como dominador del conjunto por medio de la idea. Su espíritu vence a la naturaleza, y esa mezcla de humillación y de orgullo, de respeto y de desdén hacia sí mismo, constituye el que llamamos sentimiento de lo sublime.
La experiencia de la sublimidad como tal sólo acontece en el sujeto. Por lo que la capacidad humana de pensar la determinación de lo sublime asegura la superioridad humana sobre la exterioridad del mundo natural, incapaz de la experiencia de un estado de desmesurada potencia. Es en este punto donde ocurre el Juicio de lo Sublime, en su doble vertiente de lo sublime matemático (dimensiones extremas) y lo sublime dinámico (fuerzas abrumadoras). El objeto sublime, por el hecho mismo de sobrepasar nuestra facultad de comprensión, lleva a decir a Rudolf Otto: "opera sobre el ánimo una doble impresión, retrayente y atrayente a la vez, que restringe y coarta, al tiempo que ensancha y dilata. De acuerdo a lo dicho, el objeto sublime de un lado provoca un sentimiento parecido al terror, y de otro lado proporciona felicidad. En virtud de esos caracteres, lo sublime se aproxima mucho al concepto de “lo numinoso” y, a través de él, se emparenta con lo sublime religioso" .
A este respecto cabe aclarar que la cita anterior puede connotar un error imperdonable ya que quién considera el sentimiento del terror o temor como propio de una experiencia estética sublime es Burke; y si bien podemos encontrar analogías entre las concepciones de Burke y Kant sobre lo sublime; para Kant el terror o temor no son considerados como propio de ninguna experiencia estética y, por lo tanto, como propio de lo sublime. Como el individuo seducido por los apetitos no puede juzgar sobre lo bello, el individuo subyugado por el temor no puede juzgar sobre lo sublime.
Al captar lo sublime, el hombre alcanza los límites extremos de su capacidad de gozo y de la práctica de la moral, pues mientras lo bello se orienta al entendimiento, lo sublime busca el ejercicio de la virtud en la libertad.
Como decíamos antes, si lo bello responde, a una armonía de facultades (la de la imaginación y del entendimiento), lo sublime remite, en cambio, a la relación de aquella con las ideas de la razón. Esto es, ideas metafísicas que comprometen la tensión de infinitud y que, por lo mismo, la desajustan, la bloquean, no le conceden la conciliación buscada. La noción de límite, esencial en el racionalismo moderno, es fundamental para Kant. El filósofo pone límite a la intención metafísica y precisa la facultad del entendimiento, que permite conocer lo fenoménico, distinguiéndola de lo que también le pertenece al hombre, la razón, o sea la capacidad de lo incondicionado. Eterna aspiración humana que no obtiene resultado cognoscitivo. Podemos leer en el texto kantiano: § 27. "En la representación de lo sublime de la naturaleza, el espíritu se siente movido, a diferencia del juicio estético sobre lo bello de ésta, en el cual es contemplación quieta. [...]"; es decir, la conmoción de infinitud, desatada por las ideas de la razón, se presenta con un efecto que descoloca a la imaginación y la deriva a lo que sobrepasa, la inquieta y desasosiega al tiempo que la atrae. Sabemos que la pasión metafísica activa resortes que lanzan a una reconciliación imposible. Frente a espectáculos grandiosos y desmesurados, por lo general de la naturaleza, la imaginación sufre y se abisma. Se tensa, se desacomoda, se fuerza y esfuerza en una relación que la supera tras el intento (típico del arte) de alcanzar lo que la excede siempre. Consagrado en la proporción y la medida, lo bello, “estético” por excelencia, garantiza la deseada unidad y armonía últimas. Lo sublime convoca a un horizonte de indefinición y conflicto que arrastra el espíritu a dimensiones ignotas ineludiblemente desasosegantes . Lo sublime no lo es en sí mismo, sino en el modo como se refleja en el espíritu; por lo cual nuestra imaginación no puede comprender lo sublime; de aquí que podamos decir que lo bello sutura el abismo, lo sublime lo abre. Podemos agregar, para terminar, que lo sublime destaca lo elevado, lo noble, lo inconmensurable, lo grandioso; se opone a lo vulgar, a lo excesivamente sutil, a lo simplemente agradable e interesante, a lo meramente irónico o a lo amable. No es necesario que produzca terror (aunque sea un “terror deleitable”) pero sí es necesario que produzca una suspensión del ánimo. Todo esto nos lleva a concluir que los juicios sobre lo sublime son de carácter total, por lo cual a pesar que puede ser objeto de juicio, lo es en un grado inmensamente menor que lo bello. La verdadera sublimidad no debe buscarse sino en el alma de aquel que juzga, y no en el objeto natural que da lugar a ese estado. El sentimiento de lo sublime de la naturaleza es un sentimiento de estimación por nuestro propio destino, es la más alta celebración de nuestra libertad de seres espirituales en el mundo de la naturaleza. Pero sin darnos cuenta podemos cambiar la estimación y volverla hacia el objeto cuando en realidad lo deberíamos hacer hacia la humanidad que vive en nuestra persona, como sujeto de libertad.

¿Ha muerto el arte? Ensayo sobre el ¿error? en la interpretación de Hegel.



Como una consideración introductoria a este trabajo creo necesario comenzar con lo siguiente.
El término estética deriva del griego aesthesis, que podríamos traducir como sensibilidad, y de tekné, comúnmente traducido como técnica o arte. Entonces, en un sentido etimológico, estética significaría arte o técnica de la sensibilidad, es decir, una especie de conocimiento práctico de la sensibilidad. En este sentido, la estética está involucrada con los efectos que algo puede producir en nuestra sensibilidad, con la sensación que algo nos produce, el impacto que ejerce sobre el ánimo.
Llamar estética a la reflexión sobre la belleza debe venir de la consideración de la belleza como una sensación del sujeto.
Antes de comenzar con el desarrollo del tema quisiera hacer algunas reflexiones.
Hegel nunca habló de la muerte del arte, ni escribió jamás un libro sobre arte, aunque se refirió a él en numerosas ocasiones a lo largo de su vasta obra. En la década del veinte del siglo XIX, dictó algunas clases magistrales en Berlín que fueron compiladas luego de su muerte por sus discípulos. En el prólogo de estas lecciones de estética, Hegel dice "el arte, para nosotros, es una cosa del pasado", no dice exactamente "el arte ha muerto". La atribución de esta frase a Hegel es en realidad posterior; más bien una interpretación de esta idea de que el arte ya pasó, nos dice José Fernández Vega.
¿En qué sentido dice Hegel que el arte es ya una cosa del pasado para nosotros? Lo primero que hay que tener en cuenta es que Hegel tiene un patrón muy alto; es decir, para Hegel no hay verdadero arte si no está relacionado con alguna clase de trascendencia.
Si no hay algún tipo de fe, si no hay algún tipo de mito detrás del arte, ese arte es un entretenimiento, una distracción, y eso no merece ningún tipo de reflexión.
El gran arte debe cumplir una serie de condiciones y él está pensando en el arte clásico. Hegel llama arte clásico al de los griegos, básicamente a la tragedia, que es el arte más eminente. Antígona es el arte. Según este modelo, el arte plantea un conflicto que tiene un sentido metafísico, un sentido profundo; es vivenciado por el público que asiste a ese conflicto de una manera muy intensa. En esa plasmación artística, se juega un contenido histórico concreto: la gente que asiste hace comunidad con la obra. El tema es que el arte no sólo refleja el espíritu del pueblo sino que el pueblo también se refleja en él, vive esa obra de arte a la vez como una tragedia personal y como una enseñanza política. La obra trágica implica una conciencia trágica y un hombre trágico cuya conciencia está desgarrada. Este vínculo, esta amalgama de los intereses particulares con los generales, se rompe en un período histórico que Hegel, cuando establece los períodos de la historia del arte, llama romántico.
El término tiene un sentido muy peculiar. El arte romántico implica una vuelta al yo y el individuo pasa a ser el centro del interés artístico tanto como social. La reivindicación de intereses particulares pasa a ser algo aceptable, algo que no se entiende como una desviación de una norma grupal, sino como la norma grupal. A este período, Hegel lo llama romántico, sin que ello implique su pertenencia al romanticismo histórico, que empieza en el siglo XVIII y florece en el siglo XIX, sino más bien con esta idea del yo como centro de atención social y cultural. Hegel habla del romanticismo y los lineamientos que da de él, tal como lo entiende, son parte de su crítica a la modernidad.
La modernidad, justamente, es esta pulverización, esta fragmentación de la sociedad a todo nivel, pero sobre todo respecto de los individuos que pasan a estar aislados y a debilitar su sentido de formar parte de algo superior. De aquí que, en el arte romántico, siguiendo el sentido en que lo dice Hegel, quien piensa que empieza casi a finales de la edad media, el punto central es que los individuos no tienen nada sustantivo para decir, salvo plasmar su propio yo con un interés particular, como una expresión individual, y eso, para Hegel, resulta muy poco interesante. Lo que reflejan estos individuos es la prosa vulgar de la vida, según afirma, nada trascendente, nada superior que se pueda comparar a Antígona.
Desde el momento en que ya no nos hincamos de rodillas el arte es una cosa del pasado, una cosa entre otras. Se convierte en un terreno de especialización como cualquier otro, y se separa de los intereses vitales de un pueblo, de los intereses vitales de una comunidad. Hay un extrañamiento respecto del arte y hay un predominio del humorismo, vale decir, una crítica al pasado para liberarse de él, pero también como muestra de una banalización de la vida misma. Esta idea, que el arte es una cosa del pasado, implica muchas cosas para Hegel. Otra de las cosas que supone es que el arte ha dejado de ser el terreno de mostración del espíritu y entonces éste debe buscar otras maneras de manifestarse. Tales maneras van a ser la religión y la filosofía. Como buen filósofo, la culminación de todo el proceso es su propia profesión.
Desde la filosofía, en la modernidad, se intentó descubrir o mejor dicho, establecer las leyes que podían estar vinculadas con la obra de arte; ejemplos de ello son los intentos que encontramos en Burke y Kant.
Vemos en estas tentativas que la actitud reflexiva que la obra de arte necesitaba, se inscribía en la posibilidad de considerarla “científicamente”, esto es, en establecer la relación entre sus estructuras objetivas y las reacciones que provocara; en convertir en instrumento nuestros propios deseos, opiniones y gustos, para verificar su relación de necesidad con las estructuras formales que los hubieran estimulado.
El problema central de la estética consistió entonces en esclarecer la oposición entre la perspectiva personal y la realidad de la obra, es decir, en la posibilidad de formular un juicio entendido como proceso interpretativo o comprensión crítica. El arte se convirtió, de esta manera, en un hecho comunicativo y de diálogo interpersonal: lo que pudiera decirse sobre él le sería esencial. La objetividad de la comprensión científica de la obra de arte quedaba garantizada por sus procesos formativos y sus estructuras internas. Su comprensión encontraba, de esta manera, criterios no fundamentados en apreciaciones generales. La interpretación, crítica o comprensiva, sólo tenía que recorrer de manera inversa el camino establecido por la intención creativa, es decir, entrar en posesión del estilo y el mundo de la obra.
Lo que hará Hegel entonces será constatar la pérdida del significado, principalmente religioso, que tuvo el arte en otro tiempo. El arte deja de dar forma a las sociedades, de instituir la historia y “consagrar” la realidad; ya no estará más en el centro de nuestras culturas como un destino.
La teoría estética de Hegel resulta paradójica, ya que a la par que crea la estética sistemática más importante del siglo XIX anuncia, por otro lado, la “muerte del arte” (utilizo aquí esta expresión por ser la más aceptada, y asumiendo que se ha entendido lo antes dicho sobre tal afirmación), decíamos que anuncia “la muerte del arte” como expresión de lo “Absoluto”, es decir, de lo finito en tanto que no es sino un proceso de autonegación. Sólo pudo ser paradójica su formulación si, a su vez, su época también lo fue ya que, en efecto, Hegel nunca dejó de constatar que la preponderancia de las pasiones e intereses egoístas ahuyentaran tanto la seriedad como la serenidad del arte; que la complicada situación de la vida civil y política no permitieran al ánimo liberarse para ascender a los fines superiores del arte.
El arte, la religión y el pensamiento, en Hegel, comparten la misma esfera: son formas de expresar lo divino y de llevar a la conciencia los más profundos intereses del hombre, las verdades más comprensivas del espíritu. El arte manifiesta sensiblemente lo supremo y lo acerca aún más al modo de aparición de la naturaleza, los sentidos y el pensamiento. Libera el verdadero contenido de los fenómenos de su apariencia e ilusión en este mundo caduco y transitorio, y les concede una realidad más alta nacida del espíritu; destaca lo sustancial de la naturaleza y del espíritu. Desenvuelto, presente en el ámbito de la apariencia, el arte apunta y va más allá de lo sensible para sugerir algo espiritual. Hegel sostendrá por ello que las apariencias del arte tienen más realidad “y una existencia más verdadera” que la realidad normal. El arte no se complace con lo sensible tal cual, sino que busca constituirlo en una verdad a través de un esfuerzo intelectual; no es lo mismo contemplar un paisaje que reproducirlo en un cuadro.
Dicho con otras palabras, el problema de la teoría estética hegeliana será suponer que la obra de arte tiene una verdad que surge completamente a través de su articulación conceptual. Verdad que ya estaría ahí y que sólo bastaría interpretar. Todo lo que tendríamos que hacer es revelar las mediaciones que la constituyen. Es la interacción de la obra con su “espectador” lo que nos brindará dicha verdad o esencia. Hegel habría contribuido entonces a la elaboración de la verdad contenida en la historia del arte, como formando parte del desarrollo del pensamiento en general.
Así, la impresión que nos procuran las obras de arte, después del fin de la estética religiosa, es algo más bien de carácter reflexivo, que exige de nosotros un criterio diferente.
Lo que en nosotros es ahora suscitado por la obra ya no pertenece al goce inmediato, sino al juicio, puesto que sometemos a nuestra consideración pensante el contenido, el medio de manifestación de la obra y la adecuación o inadecuación de ambos.
Este es uno de los sentidos que debemos conceder a la sentencia hegeliana sobre la “muerte del arte”, a saber, el ya no ser capaz de proporcionar, por sí sólo, satisfacción a nuestras necesidades más elevadas y de requerir, por tanto, de la “ciencia”.
Hegel hará depender entonces el arte de la idea o del concepto. Sólo a través de la superación de lo sensorial, el arte tiene acceso a la verdad, la cual es conceptual. Podríamos aventurar que la “estética”, como disciplina filosófica, queda formalmente inaugurada, y Hegel, sin ser propiamente crítico de arte, hará posible tal critica; desde el punto de vista que con Hegel, la estética experimenta un cambio importante.
Hegel concebía la naturaleza como un producto del espíritu o resultado de la actividad de la historia, por tanto no existe diferencia entre belleza natural y belleza artística: Sólo lo espiritual es verdadero. Desde entonces la belleza se identificará con la actividad que la produce, y la estética queda convertida en reflexión sobre el arte.
Pero por sí sólo el arte será incapaz de entregarnos la verdad, ya que depende de otros modos de reflexión: “En nuestros tiempos la ciencia del arte es, pues, mucho más necesaria que en otras épocas, en las que el arte por sí mismo proporcionaba como tal una satisfacción plena” sentencia Hegel. Esto es, luego del arte y la religión como manifestación del Espíritu Absoluto sólo nos queda una estética subordinada a la filosofía.

Reconstrucción y análisis de la concepción de la belleza en la Analítica de lo bello en Kant.


Kant utiliza en su Analítica de lo bello un tamiz que le sirve para sacar a relucir la belleza y el juicio de gusto, facultad de juzgar lo bello; entre lo verdadero, lo bueno y lo agradable. Ello lo hace en cuatro momentos, cada uno representado por una categoría: de cualidad, de cantidad, de relación y de modalidad.
Según la cualidad, el juicio de gusto se diferencia del juicio de conocimiento en que no tiene en su base concepto alguno del sujeto. La representación no tiene mediación de ningún concepto, sino que se relaciona inmediatamente con el sentimiento de placer o displacer del sujeto. En este sentido, la base determinante (del juicio estético) no puede ser más que subjetiva. Se funda así una facultad totalmente particular de discernir y de juzgar, que no añade nada al conocimiento, sino que se limita a poner la representación dada en el sujeto frente a la facultad total de las representaciones, de la cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado. Esta inmediatez de la representación en el juicio de gusto también implica una diferencia con respecto a la representación en el juicio ético; ya que, en la ética, al contrario que en el ámbito estético, el sentimiento de respeto a la ley moral está condicionado por el pensamiento del primado de la razón práctica. Otra diferencia entre lo estético con respecto a lo ético es que la satisfacción estética carece de interés, carece de la satisfacción que unimos con la representación de la existencia de un objeto; es desinteresada, mientras que la satisfacción en lo bueno va siempre unida a interés. Tanto lo bueno para algo (lo útil) como lo bueno en sí (ética) encierran siempre el concepto de un fin, por lo tanto, la relación de la razón con el querer y consiguientemente, una satisfacción en la existencia de un objeto o de una acción, es decir, un cierto interés. En este sentido, hay que señalar que el interés ético, al contrario que el interés de lo útil o de lo agradable, supone un interés de la simple razón práctica que sea puro e independiente de los sentidos. Dicho desinterés de lo estético separa también, como no podría ser de otra manera, a lo bello de lo agradable, aquello que place a los sentidos en la sensación. El interés de lo agradable es un interés sensual: de aquí que se diga de lo agradable, no sólo que place, sino que deleita. No es un mero aplauso lo que se le debe dedicar, sino que por él se despierta una inclinación; y a lo que es agradable en modo vivísimo está tan lejos de pertenecer un juicio sobre la cualidad del objeto, que aquellos que buscan como fin sólo el goce se dispensan gustosos de todo juicio. Entonces, en definitiva, el sentimiento de placer que genera una obra de arte es libre porque no está sometido ni al deseo instintivo ni al concepto.
El mencionado subjetivismo que se da en el sentimiento estético tiene por consecuencia que el juicio de gusto no aporte conocimiento alguno. Bien, pero ello no impide que el juicio estético, según la cantidad, posea pretensiones de universalidad; como lo prueba el que no admitamos que nadie nos contradiga cuando asentimos que algo es bello. Bastaría que alguien discutiera la belleza de “Conversión de San Pablo” o de la catedral de Barcelona para que se ganase las miradas de estupefacción de todos. Así, el que juzga en este ámbito hablará de lo bello como si la belleza fuera una cualidad del objeto y el juicio fuera lógico, aunque sólo es estético y no encierra más que una relación de la representación del objeto con el sujeto. Ahora bien, descartado que el juicio de gusto tenga que ver con lo agradable o con lo bueno, la universalidad del juicio no podría fundarse ni en el agrado de todos ni en la bondad de los fines, tópicos que se habían venido recogiendo en fórmulas del tipo deleite y enseñanza. Llegados a este punto no sabríamos cómo es posible dicha universalidad; podemos observar, para tratar de salvar lo anterior, que el carácter de sintético se encuentra en que el juicio de gusto establece una relación entre la representación y el estado sentimental del sujeto; y, el a priori, radica en el desinterés y la universalidad ya mencionados. Así tenemos una universalidad subjetiva. Ahora bien, ¿un juicio referido al sujeto puede ser universal? Cómo se ha discutido en ciertos foros, quizá el paso decisivo lo hace Kant al determinar el sentimiento estético como una relación de las facultades de representación unas con otras. Dicha relación se da como un juego libre: las facultades de conocer, puestas en juego mediante esa representación, están aquí en un juego libre, porque ningún concepto determinado las restringe a una regla particular de conocimiento. Tiene, pues, que ser el estado de espíritu, en esta representación, el de un sentimiento del libre juego de las facultades de representar, en una representación dada para un conocimiento en general. Entonces, el juego libre no se restringe a ningún campo (como lo sería, por ejemplo, el de los conceptos del entendimiento), sino que abarca la totalidad de las facultades. Por otro lado, el libre juego de las facultades es el libre juego de la representación. Sus imágenes incitan a pensar sin que tal pensamiento pueda ser nunca concluido. El juego libre es el juego de las direcciones en que la conciencia crea contenido. Lo cual nos prepara la respuesta a la cuestión sobre la posibilidad de la universalidad subjetiva, ya que este juego supone la capacidad de comunicación universal del estado del espíritu. Luego, en cuanto comunicable, el juego libre se hace universal. Y esta comunicabilidad es, además, valedera para todo conocimiento en general (recordamos que Kant dice que la representación es una representación dada para un conocimiento en general). En el juicio de gusto, pues, encontramos dos componentes: una representación por un lado y un sentimiento por otro. Dicho sentimiento se determina: como juego, como universalmente comunicable y como placer. Pues bien, el juicio de gusto supone precisamente la unificación, la síntesis en una proposición, de la representación y de la relación de esta representación con el sujeto. Por ello el juicio de gusto precede al sentimiento de placer, porque en el sentimiento de placer hay ya un juego libre y una comunicabilidad previas.
Cuando Kant trata de los juicios de gusto según la relación de los fines que es en ellos considerada, es decir en el tercer momento de la analítica de lo bello; dice que la mencionada comunicabilidad universal hace que el juicio estético sea justamente eso: un juicio. Pero, por otro lado, la pretensión de ser estético se funda en el a priori de la finalidad. Finalidad que, por otra parte, nos aclara sobre aquello que dice que las ideas de la razón descubren la tarea infinita del conocimiento. Ya que, en este sentido, la finalidad aparece precisamente cuando la conciencia descubre sus límites y puede pensar que hay un en sí. Pero curiosamente se trata de unos límites que no limitan, ya que la conciencia puede y debe avanzar en su eterna tarea, y no quedarse pasiva ante dichos límites. La finalidad, en principio, supone un complemento a la explicación mecánica del universo. A saber, la naturaleza, los organismos, los individuos, etc., pueden explicarse por sus causalidades mecánicas. Pero la cuestión no se agota aquí, las causas de los fenómenos se quedan cortas. Necesitamos de la finalidad, si no para explicar nada, sí al menos para rechazar cualquier carácter definitivo de lo explicado. Con el principio de finalidad no alcanzamos a comprender el organismo, pero sí llegamos a concebirlo, y esto es lo que hace falta para describirlo y hacerlo asequible a la mecánica. Es, por lo tanto, una idea que indica a la experiencia la existencia de nuevos problemas, y, los coloca ante los ojos; es una idea que señala los límites de la experiencia, y al mismo tiempo afirma que esos límites no son limitaciones. Es una idea que realiza en la dirección teórica de la conciencia su misión apriorística de unificar y abrir perspectivas siempre nuevas. Como ya sabemos, hay un a priori de la intuición (en función el espacio y el tiempo) y otro del entendimiento (en función de las categorías). Estos dos a priori tienen que ver con el ser de las cosas. Ahora bien, también hay un a priori en la idea. Éste no es otro que la finalidad, y tiene que ver, no ya con el ser, sino con el deber ser de las cosas. Pues bien, el juicio estético se refiere a este tipo de a priori, ya que, ante todo, dicho juicio nos expresa un modo de sentir de las cosas, no un modo de ser de éstas. Como no podría ser de otro modo, la finalidad estética es subjetiva. Esto es, no tiene que ver con la objetiva finalidad de la naturaleza. Se trata, pues, de una finalidad sin concepto; ya que, como venimos insistiendo, a la estética no le interesa la existencia, el ser del objeto. En este sentido, tampoco la finalidad propia de lo agradable y de lo bueno es estética. En el primer caso, la finalidad va unida con el interés de lo que place a los sentidos; y en el segundo, la finalidad va referida a un concepto, pero a un concepto muy especial: el fin en sí. Frente a esto, la finalidad estética se trata de una finalidad sin fin. El arte no tiene fin alguno: no es bueno, agradable o útil; lo cual no impide que encierre una finalidad. Por eso Kant define la belleza, según este momento, como la forma de la finalidad de un objeto en cuanto es percibida en él sin la representación de un fin. Así, el arte es libre juego, y la finalidad estética se refiere a la conciencia misma, a toda conciencia, con su contenido entero, que no a uno o varias determinadas formaciones del espíritu. Éste es el sentido en el cual se excluye de esa finalidad todo fin. La estética queda, pues, perfectamente situada dentro de uno de los dos tipos de finalidad: en su uso teorético, en la naturaleza, (la finalidad) nos permite concebir un objeto natural, refiriéndolo a un concepto de fin; en su uso estético, en la estética, nos permite sentir en una representación su acomodación con la conciencia en general.
Con respecto a la modalidad, Kant sostiene que lo bello posee una relación necesaria con la satisfacción. Ésta se trata de una necesidad muy especial: no tiene nada que ver con la necesidad teórica (objetiva y basada en conceptos), ni tampoco con la práctica (basada en conceptos de una pura voluntad razonable que sirve de regla a los seres libremente activos), sino que, como necesidad pensada en un juicio estético, puede llamarse solamente ejemplar, es decir, una necesidad de la aprobación por todos de un juicio considerado como un ejemplo de una regla universal que no se puede dar. Ni que decir tiene que esta necesidad no es ni mucho menos apodíctica, ya que la apodicticidad se refiere a la necesidad deducida de conceptos. La necesidad, la aprobación por parte de todos los demás, es posible gracias a que se tiene para ello un fundamento que es común a todos, el sentido común. Éste es el que hace posible la necesidad del juicio estético. El sensus communis nace del juego libre de nuestras facultades de conocer, y es el principio subjetivo que sólo por medio del sentimiento, y no por medio de conceptos, aunque, sin embargo, con valor universal, determina qué place y qué disgusta. De aquí que se pueda afirmar que bello es lo que, sin concepto, es conocido como objeto de una necesaria satisfacción.