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miércoles, 10 de septiembre de 2014

La crítica de Nietzsche a la subjetividad moderna


El problema del cuerpo.

En “De los despreciadores del cuerpo” dentro de “Así hablaba Zaratustra”,  hace un análisis sobre el problema del cuerpo; allí podemos leer que el sí mismo no está centrado en la conciencia sino en el cuerpo, siendo el alma sólo una palabra para designar algo en el cuerpo.
Nos dice que la pequeña razón es un instrumento del cuerpo, la que es llamada espíritu ya que el cuerpo y su gran razón no dicen yo, hacen el yo.
Nos sigue diciendo que sentido y espíritu querrían persuadirnos que ellos son el final de todas las cosas; pero que en realidad tras ellos se encuentra todavía el sí mismo. Detrás de los pensamientos y sentimientos se encuentra el soberano poderoso, el sí mismo. Él es el sostén del yo y el apuntador de sus conceptos. Además el cuerpo creador se creó para sí el espíritu como una mano de su voluntad.
Entonces, ¿porqué el desprecio? el desprecio del cuerpo esconde una inconsciente envidia ya que podemos decir que el cuerpo dicta, el pensamiento medita. Aquello que define la capacidad del sujeto no es tener conciencia de sí; el tener conciencia es el problema, ya que ésta es una ínfima parte de la subjetividad.
El alma es el cuerpo entendido como razón grande. El alma es la relación gobernante y gobernado, pero sin autarquía. Según se dé la relación anterior será la perspectiva. Las relaciones de fuerzas será lo que llamará “voluntad de poder”, las relaciones están sometidas a un juego de interrelaciones cambiantes. Todo esto será lo que trataremos de demostrar a continuación.


El problema de la conciencia.

En “La Gaya Ciencia”, parágrafo 354; el ataque lo hace desde el punto de vista de la crítica a la conciencia. Allí postula la génesis simultánea de conciencia, lenguaje y sociabilidad.
El problema de la conciencia (para ser más exactos: del llegar a ser auto concientes) se nos presenta sólo cuando comenzamos a comprender en qué medida podríamos prescindir de ella.
Podríamos pensar, sentir, querer, recordar, podríamos igualmente “obrar”, en todos los sentidos de la palabra, y pese a todo ello no tendríamos necesidad de “entrar en nuestra conciencia”.
¿Para qué sirve una conciencia en general, si en esencia es superflua?.
La sutileza y la fuerza de la conciencia se encuentran siempre en relación con la capacidad de comunicación de un hombre (o de un animal) y que la capacidad de comunicación se encuentra, por otra parte, en relación con la necesidad de comunicación: no se debe entender esta última como si justamente el individuo mismo, que es maestro en la comunicación y en hacer comprensibles sus necesidades, debiera al mismo tiempo, incluso para sus necesidades, contar con los otros de manera rápida y sutil, existe al final un exceso de esta fuerza y arte de la comunicación.
Es lícito que supongamos que la conciencia en general se ha desarrollado sólo bajo tal presión de la necesidad de comunicación, que haya sido al principio necesaria y útil sólo entre hombre y hombre (en particular entre quien manda y quien obedece), y sólo en relación con el grado de esta utilidad se haya, además, desarrollado.
La conciencia es propiamente sólo una red de conexión entre hombre y hombre sólo en cuanto tal se ha visto obligada a desarrollarse: el hombre solitario, el hombre ave de rapiña no habría tenido necesidad de ello. Es necesaria sólo en el ámbito social.
El hecho de que nuestras acciones, pensamientos, sentimientos, movimientos sean también objeto de conciencia, una parte de ellos al menos, es la consecuencia de una terrible “necesidad” que ha dominado durante largo tiempo al hombre: siendo el animal que en mayor peligro se encuentra, tuvo necesidad de ayuda, de protección; tuvo necesidad de sus semejantes, tuvo que expresar sus necesidades, saber hacerse entender, y para todo esto necesitó, en primer lugar, “conciencia”, necesitó también “saber” lo que le faltaba, “saber” cómo se sentía, “saber” lo que pensaba.
El hombre, como toda criatura viva, piensa continuamente, pero no sabe; el pensamiento que llega a ser consciente es por tanto su parte más pequeña, y digamos sin temor que la parte más superficial y peor: en efecto, sólo este pensamiento conciente se determina en palabras, o sea en signos de comunicación, con lo que se revela el origen de la conciencia misma.
El desarrollo de la lengua y el de la conciencia (no de la razón, sino sólo de su devenir auto conciente) van de la mano.
Agréguese, además, que no sólo el lenguaje sirve de puente entre un hombre y otro, sino también la mirada, la presión, la mímica: el hacerse concientes en nosotros mismos nuestras impresiones sensibles, la fuerza de poder fijarlas y ponerlas, por así decirlo, fuera de nosotros, todo ello ha ido creciendo en la medida en que ha progresado la necesidad de transmitirlas a otros mediante signos.
El hombre inventor de signos es al mismo tiempo el hombre más agudamente consciente de sí: sólo como animal social el hombre aprendió a hacerse consciente de sí mismo.
La conciencia no pertenece propiamente a la existencia individual del hombre, sino a su naturaleza “social”, es decir se ha desarrollado sutilmente sólo en relación con una utilidad comunitaria y gregaria.
Nuestro mismo pensamiento se adecua a la mayoría continuamente y es reformulado en la perspectiva del rebaño por obra del carácter de la conciencia, del “genio de la especie” que impera en ella. Todas nuestras acciones son, en el fondo, incomparablemente personales, únicas, desmedidamente individuales, sin duda; pero apenas las traducimos en la conciencia, ya no parecen serlo.
La naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo de que podemos tener conciencia es sólo un mundo de superficie y de signos, un mundo generalizado, vulgarizado; que todo lo que se hace consciente se convierte por eso mismo en chato, exiguo, relativamente estúpido, genérico, signo, señal distintiva del rebaño; que a cada momento de la constitución de la conciencia se vincula una enorme, fundamental alteración, falsificación, reducción a la superficialidad y generalización.
El desarrollo de la conciencia no carece de peligros. No es, como puede adivinarse, la oposición entre sujeto y objeto lo que importa: tal distinción es para los teóricos del conocimiento, que se han quedado prendidos en los lazos de la gramática (la metafísica popular). Ni siquiera interesa el contraste entre “cosa en sí” y fenómeno, puesto que estamos bastante lejos de “conocer” bastante como para poder llegar sólo hasta esa distinción.
No tenemos ningún órgano para el conocer, para la “verdad”: “sabemos” (o creemos, o nos imaginamos) precisamente lo que puede ser ventajoso que sepamos en interés del rebaño humano, de la especie.
En lo social es necesaria la comunicación, ahora bien, comunicarse es volverse común para la comunidad, pero también vulgar.
La conciencia se desarrolla en cuanto carácter social de la especie.

La “unidad básica” como condicionamiento del lenguaje.

Por último tomaremos la denuncia que realiza de los preconceptos de los filósofos al establecer algo como “unidad básica”. Para Nietzsche no existe tal “unidad básica”, sino que ésta está dada por los condicionamientos del lenguaje. Para ello hemos seleccionado de “Más allá del bien y del mal” el prólogo y los parágrafos 12, 16, 17, 19, 20 y 23.
Los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, se han acercado a la verdad con medios inhábiles e ineptos para llegar a ésta, pues en realidad nunca han sabido cómo tratarla.
Hoy toda especie de dogmática está ahí en pie, con una actitud de aflicción y desánimo. No son pocos los que afirman que ha caído, que toda dogmática yace por el suelo, incluso que toda dogmática se encuentra en sus últimos instantes de vida.
Hay buenas razones que abonan la esperanza de que todo dogmatizar en filosofía, acaso no haya sido más que una noble puerilidad y cosa de princi­piantes; habría que comprender qué es lo que propiamente ha bastado para poner la primera piedra de esos sublimes e incondicionales edificios de filósofos que los dogmáticos han venido levantando hasta ahora, Nietzsche nos dice que una superstición popular cual­quiera procedente de una época inmemorial (como la su­perstición del alma, la cual, en cuanto superstición del suje­to y superstición del yo, aún hoy no ha dejado de causar daño), acaso un juego cualquiera de palabras, una seduc­ciónde parte de la gramática o una temeraria generaliza­ción de hechos muy reducidos, muy personales, muy huma­nos, demasiado humanos; haya sido el origen de tales dogmas.
Parece que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón de la humanidad con sus exigencias eternas, tie­nen que vagar antes sobre la tierra cual monstruosas y tremebundas figuras grotescas: una de esas figuras grotescas fue la filosofía dogmática.
El más duradero y peligroso de todos los errores ha sido has­ta ahora un error de dogmáticos, a saber, la invención por Platón del espíritu puro y del bien en sí. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significa­ría poner la verdad cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental para la afirmación de la vida.
La lucha contra Platón, la lucha contra la opresión cristiano ecle­siástica durante siglos ha creado una magnífica ten­sión del espíritu, cual no la había habido antes en la tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como blanco las metas más lejanas. Ahora bien, al sentir esa tensión como una tortura; se han hecho intentos de aflojar el arco, la primera, por el jesuitismo, y la segunda, por la ilustración democrática: a la cual le fue dado de hecho conseguir, con ayuda de la libertad de prensa y de la lectura de periódicosque el espíritu no se sintiese ya tan fácilmente a sí mismo como tortura. Mas nosotros tenemos la tortura toda del es­píritu y la entera tensión de su arco.
Prosigue su crítica al sujeto haciéndola desde la génesis del lenguaje y su gramática, es decir la lógica. El sujeto es una construcción metafísica desde el lenguaje.
Desde el punto de vista materialista la crítica apunta al corazón de esta doctrina. La crítica es al  propio materialismo y su intención es mostrar cómo el átomo es un sucedáneo del alma.
El atomismo materialista es una de las co­sas mejor refutadas que existen; hay que declarar la guerra también a la necesidad atomista, la cual continúa sobreviviendo de manera peligrosa en terrenos donde nadie la supone, análogamente a como sobrevive aquella necesidad metafísica, aún más famosa: el más funesto atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha enseñado el cristianismo, el atomismo psíquico. Se designa con esta expresión aquella creencia que concibe el alma corno algo indestructible, eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo.
No es necesario en modo algu­no librarse por esto del alma misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y venerables: cosa que suele ocurrirle a la inhabilidad de los naturalistas, los cuales, apenas tocan el alma, la pierden. Es posible hablar de alma mortal y alma como pluralidad del sujeto y alma como estructura social de los instintos y afectos.
Sigue habiendo ingenuos observadores de sí mismos que creen que existen certezas inmediatas, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer, “yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. A esto podemos agregar que “certeza inmediata” y también “conocimiento absoluto” y “cosa en sí” encierran contradicción en el adjetivo, y esto es debido a la seducción de las palabras.
El filósofo debería decir: “cuando yo analizo el proceso expresado en la pro­posición “yo pienso” obtengo una serie de aseveraciones te­merarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal vez impo­sible, entre ellas, que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una activi­dad y el efecto causado por un ser que es pensado como cau­sa, que existe un yo y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar. Es posible que todo lo anterior haya sido  un “querer” o “sentir”. Ese “yo pienso” presupone que yo compare mi esta­do actual con otros estados que ya conozco en mí, para de ese modo establecer lo que tal estado es: en razón de ese re­curso a un “saber” diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una certeza inmediata”.
El filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de con­ciencia del intelecto, que dicen así: ¿De dónde es extraído el concepto pensar? ¿Hay una causa para creer en la causa y en el efecto? ¿Hay algo que me permita hablar de un yo, e incluso de un yo como causa, y, en fin, incluso de un yo causa de pensa­mientos?.
Algunos dicen que un pensamiento viene cuando él quiere, y no cuando yo quiero; de modo que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto yo es la condición del predicado pienso. Ello piensa: pero que ese ello sea precisamente aquel antiguo y famoso yo, eso es, hablando con un alto grado de ironía, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una certeza inmediata.
Se ra­zona aquí según el hábito gramatical que dice: pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe. Más o menos de acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo atomismo, además de la fuerza que actúa, aquel pedacito de materia en que la fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas acaba­ron aprendiendo a pasarse sin ese residuo terrestre, y aca­so algún día será posible estar sin aquel pequeño ello, en que han transformado al honesto y viejo yo.
Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta fuera la cosa más conocida del mundo; y Schopenhauer dio a en­tender que la voluntad era la única cosa que nos era propia­mente conocida, conocida del todo y por entero, conocida.
Schopenhauer no hizo más que lo que suelen hacer justo los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. La volición es algo complicado, algo que sólo como palabra forma una unidad, y justo en la unidad verbal se esconde el prejuicio po­pular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos.
Sería más adecuado decir que en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimientos, a saber, el sentimiento del esta­do de que nos alejamos, el sentimiento del estado a que ten­demos, el sentimiento de esos mismos alejarse y tender, y, además, un sentimiento muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto como realizamos una volición.
Un sentir múltiple es un ingrediente de la voluntad, como así también, en segundo término, el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensa­miento que manda; no es posible separar ese pensamiento de la volición, como si entonces ya sólo que­dase voluntad. En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando. Lo que se llama libertad de la voluntad es esencialmente el afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obe­decer: yo soy libre, él tiene que obedecer.
En toda volun­tad hay una conciencia, y una tensión de la atención, aquella mirada que se fija exclusiva­mente en una sola cosa, aquella valoración incondicional  que dice “ahora se necesita esto y no otra cosa”, aquella interna certi­dumbre que se nos obedecerá, y todo lo demás que forma parte del estado propio del que manda.
La voluntad, en la medida en que, en un caso dado, somos a la vez los que mandan y los que obedecen, y, ade­más, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que, por otro lado, no­sotros tenemos el hábito de pasar por alto, de olvidar enga­ñosamente esa dualidad, gracias al concepto sintético “yo”, ocurre que de la volición se han deducido, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por lo tanto, de va­loraciones falsas de la voluntad misma; eso que dice que la volición basta para la acción.
Dado que en la mayoría de los casos hemos realizado una volición únicamente cuando resultaba lícito aguardar tam­bién el efecto, es decir, la obediencia, es decir, la acción, ocurre que la apariencia se ha traducido en el senti­miento de que existe una necesidad del efecto; en suma, “el que tiene voluntad” cree, con un elevado grado de seguridad, que voluntad y acción son de algún modo una sola cosa, atribuye la ejecución de la volición, a la voluntad misma, y con ello disfruta de un aumento de aquel sentimiento de po­der que todo buen resultado lleva consigo.
Libertad de la voluntad es la expresión para designar aquel comple­jo estado placentero de “el que tiene voluntad”, el cual manda y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor.
A su sentimiento placentero de ser el que manda añade así “el que tiene voluntad” los sentimientos placenteros de los instrumentos que ejecutan, que tienen éxito, de las servi­ciales “subvoluntades” o subalmas (nuestro cuerpo, para Nietzsche, no es más que una estructura social de muchas almas). Cuando se produce el efecto soy yo: ocurre lo que ocu­rre en toda colectividad bien estructurada y feliz, a saber: que la clase gobernante se identifica con los éxitos de la co­lectividad. Toda volición consiste sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estruc­tura social de muchas almas.
Un filósofo debería considerar la volición en sí desde el ángulo de la moral: entendida la moral, desde luego, como doctrina de las relaciones de dominio en que surge el fenó­meno de la vida.
Hablemos ahora de los conceptos filosóficos.
Que los diversos conceptos filosóficos no son algo arbitra­rio, algo que se desarrolle de por sí, que, aunque en apariencia se presenten de manera súbita y caprichosa en la historia del pensar, forman parte, sin embargo, de un sistema, se aprecia en la seguri­dad con que los filósofos más diversos rellenan una y otra vez cierto esquema básico de filosofías posibles. Siempre recorren el mismo camino, por muy independientes que se sientan los unos de los otros con su voluntad crítica o sistemática; algo exis­tente en ellos los guía, algo los empuja a sucederse en deter­minado orden, precisamente aquel innato sistematismo y parentesco de los conceptos.
El pensar de los filósofos es un volver atrás y un repatriarse a aquella leja­na, antiquísima, economía global del alma de la cual habían brotado en otro tiempo aquellos conceptos; filosofar es, en este aspecto, una especie de atavismo del más alto rango.
Allí donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absolu­to evitar que, en virtud de la común filosofía de la gramática, es decir, en virtud del dominio y la dirección inconscientes ejercidos por funciones gramaticales idénticas, todo se halle predispuesto de antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas filosóficos: lo mismo que parece estar cerrado el camino para ciertas posibilida­des distintas de interpretación del mundo.
Resumiendo, la gramática es quién marca la senda que los conceptos pueden transitar, podemos cambiar de conceptos, pero siempre y cuando no cometamos una infracción gramatical, este es el marco metafísico de cualquier filosofía, su razón de ser como sistema.
En el ámbito de la sicología, Nietzsche nos dice que la sicología ha estado dependiendo de prejuicios y temores morales: no ha osado descender a la profundidad. Concebirla como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del poder, eso es algo que nadie ha rozado siquiera en sus pensamien­tos: en la medida, en efecto, en que está permitido reconocer en lo que hasta ahora se ha escrito un síntoma de lo que has­ta ahora se ha callado. La fuerza de los prejuicios morales ha penetrado a fondo en el mundo más espiritual, en un mun­do aparentemente más frío y más libre de presupuestos, esto ha tenido efectos nocivos, paralizantes, ofuscadores, distorsivos.
Se ve obligada a luchar con resistencias inconscientes del investigador, ella tiene contra sí el cora­zón, ya una doctrina que hable del condicionamiento recí­proco de los instintos buenos y los malos causa, cual si fuera una inmoralidad más sutil, pena y disgusto a una conciencia todavía fuerte, y más todavía causa pena y disgusto una doctrina que hable de la derivabilidad de to­dos los instintos buenos de los instintos perversos.
Ahora bien, su­poniendo que se considere que incluso los afectos odio, envidia, avaricia, ansia de dominio (voluntad de poder) son afectos condi­cionantes de la vida, algo que tiene que estar presente, por principio y de un modo fundamental y esencial, en la econo­mía global de la vida, y que en consecuencia tiene que ser acrecentado en el caso de que la vida deba ser acrecentada, se padecerá en la orientación de su juicio como un vértigo. Esta hipótesis no es la más penosa y extraña que cabe hacer en este campo enorme, casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos.
Una vez que hemos desviado el rumbo hasta aquí hay que estar muy alertas y seguir adelante, estamos dejando atrás, atravesando hasta agrietar para partir, la moral, con ello tal vez aplastemos, machaquemos nuestro propio residuo de mora­lidad, mientras hacemos y osamos hacer nuestro viaje hacia allá.
Nunca antes se ha abierto un mundo más profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios. Al sicólogo que de este modo realiza sacrificios (no es en absoluto el sacri­ficio del entendimiento) le será lícito aspi­rar al menos a que la sicología vuelva a ser reconocida como señora de las ciencias, para cuyo servicio y prepara­ción existen todas las otras ciencias. Pues a partir de aquí, para Nietzsche, vuelve a ser la sicología el camino que conduce a los problemas fundamentales.

Deja abierto en este examen el camino para una nueva concepción de la subjetividad, que como creemos haber demostrado no puede sostenerse en el concepto que de ella tiene la modernidad. Este concepto comienza a resquebrajarse con Nietzsche para luego sufrir un golpe singular en la obra de Freud.

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