El problema del cuerpo.
En “De los despreciadores del
cuerpo” dentro de “Así hablaba Zaratustra”,
hace un análisis sobre el problema del cuerpo; allí podemos leer que el
sí mismo no está centrado en la conciencia sino en el cuerpo, siendo el alma sólo una palabra para designar algo
en el cuerpo.
Nos dice que la pequeña razón es un instrumento del cuerpo,
la que es llamada espíritu ya que el cuerpo y su gran razón no dicen yo, hacen
el yo.
Nos sigue diciendo que sentido y espíritu querrían
persuadirnos que ellos son el final de todas las cosas; pero que en realidad
tras ellos se encuentra todavía el sí mismo. Detrás de los pensamientos y
sentimientos se encuentra el soberano poderoso, el sí mismo. Él es el sostén
del yo y el apuntador de sus conceptos. Además el cuerpo creador se creó para
sí el espíritu como una mano de su voluntad.
Entonces, ¿porqué el desprecio? el desprecio del cuerpo
esconde una inconsciente envidia ya que podemos decir que el cuerpo dicta, el
pensamiento medita. Aquello que define la capacidad del sujeto no es tener
conciencia de sí; el tener conciencia es el problema, ya que ésta es una ínfima
parte de la subjetividad.
El alma es el cuerpo entendido como razón grande. El alma
es la relación gobernante y gobernado, pero sin autarquía. Según se dé la
relación anterior será la perspectiva. Las relaciones de fuerzas será lo que
llamará “voluntad de poder”, las relaciones están sometidas a un juego de
interrelaciones cambiantes. Todo esto será lo que trataremos de demostrar a
continuación.
El problema de
la conciencia.
En “La Gaya Ciencia”, parágrafo 354; el ataque lo hace
desde el punto de vista de la crítica a la conciencia. Allí postula la génesis
simultánea de conciencia, lenguaje y sociabilidad.
El problema de la conciencia (para ser más exactos: del
llegar a ser auto concientes) se nos presenta sólo cuando comenzamos a comprender
en qué medida podríamos prescindir de ella.
Podríamos
pensar, sentir, querer, recordar, podríamos igualmente “obrar”, en todos los
sentidos de la palabra, y pese a todo ello no tendríamos necesidad de “entrar
en nuestra conciencia”.
¿Para qué sirve una conciencia en general, si en esencia
es superflua?.
La sutileza y la fuerza de la conciencia se encuentran
siempre en relación con la capacidad de comunicación de un hombre (o de un
animal) y que la capacidad de comunicación se encuentra, por otra parte, en
relación con la necesidad de comunicación: no se debe entender esta última como
si justamente el individuo mismo, que es maestro en la comunicación y en hacer
comprensibles sus necesidades, debiera al mismo tiempo, incluso para sus
necesidades, contar con los otros de manera rápida y sutil, existe al final un
exceso de esta fuerza y arte de la comunicación.
Es lícito que supongamos que la conciencia en
general se ha desarrollado sólo bajo tal presión de la necesidad de
comunicación, que haya sido al principio necesaria y útil sólo entre hombre y
hombre (en particular entre quien manda y quien obedece), y sólo en relación
con el grado de esta utilidad se haya, además, desarrollado.
La conciencia es propiamente sólo una red de
conexión entre hombre y hombre sólo en cuanto tal se ha visto obligada a
desarrollarse: el hombre solitario, el hombre ave de rapiña no habría tenido
necesidad de ello. Es necesaria sólo en el ámbito social.
El hecho de que nuestras acciones,
pensamientos, sentimientos, movimientos sean también objeto de conciencia, una
parte de ellos al menos, es la consecuencia de una terrible “necesidad” que ha
dominado durante largo tiempo al hombre: siendo el animal que en mayor peligro
se encuentra, tuvo necesidad de ayuda, de protección; tuvo necesidad de sus
semejantes, tuvo que expresar sus necesidades, saber hacerse entender, y para
todo esto necesitó, en primer lugar, “conciencia”, necesitó también “saber” lo
que le faltaba, “saber” cómo se sentía, “saber” lo que pensaba.
El hombre, como toda criatura viva, piensa
continuamente, pero no sabe; el pensamiento que llega a ser consciente es por
tanto su parte más pequeña, y digamos sin temor que la parte más superficial y
peor: en efecto, sólo este pensamiento conciente se determina en palabras, o
sea en signos de comunicación, con lo que se revela el origen de la conciencia
misma.
El desarrollo de la lengua y el de la
conciencia (no de la razón, sino sólo de su devenir auto conciente) van de la
mano.
Agréguese, además, que no sólo el lenguaje
sirve de puente entre un hombre y otro, sino también la mirada, la presión, la
mímica: el hacerse concientes en nosotros mismos nuestras impresiones
sensibles, la fuerza de poder fijarlas y ponerlas, por así decirlo, fuera de
nosotros, todo ello ha ido creciendo en la medida en que ha progresado la
necesidad de transmitirlas a otros mediante signos.
El hombre inventor de signos es al mismo
tiempo el hombre más agudamente consciente de sí: sólo como animal social el
hombre aprendió a hacerse consciente de sí mismo.
La conciencia no pertenece propiamente a la
existencia individual del hombre, sino a su naturaleza “social”, es decir se ha
desarrollado sutilmente sólo en relación con una utilidad comunitaria y
gregaria.
Nuestro mismo pensamiento se adecua a la mayoría
continuamente y es reformulado en la perspectiva del rebaño por obra del
carácter de la conciencia, del “genio de la especie” que impera en ella. Todas
nuestras acciones son, en el fondo, incomparablemente personales, únicas,
desmedidamente individuales, sin duda; pero apenas las traducimos en la
conciencia, ya no parecen serlo.
La naturaleza de la conciencia animal implica
que el mundo de que podemos tener conciencia es sólo un mundo de superficie y
de signos, un mundo generalizado, vulgarizado; que todo lo que se hace
consciente se convierte por eso mismo en chato, exiguo, relativamente estúpido,
genérico, signo, señal distintiva del rebaño; que a cada momento de la
constitución de la conciencia se vincula una enorme, fundamental alteración,
falsificación, reducción a la superficialidad y generalización.
El desarrollo de la conciencia no carece de
peligros. No es, como puede adivinarse, la oposición entre sujeto y objeto lo
que importa: tal distinción es para los teóricos del conocimiento, que se han
quedado prendidos en los lazos de la gramática (la metafísica popular). Ni
siquiera interesa el contraste entre “cosa en sí” y fenómeno, puesto que
estamos bastante lejos de “conocer” bastante como para poder llegar sólo hasta
esa distinción.
No tenemos ningún
órgano para el conocer, para la “verdad”: “sabemos” (o creemos, o nos
imaginamos) precisamente lo que puede ser ventajoso que sepamos en interés del
rebaño humano, de la especie.
En lo social es necesaria la comunicación, ahora bien,
comunicarse es volverse común para la comunidad, pero también vulgar.
La conciencia se
desarrolla en cuanto carácter social de la especie.
La “unidad
básica” como condicionamiento del lenguaje.
Por último
tomaremos la denuncia que realiza de los preconceptos de los filósofos al
establecer algo como “unidad básica”. Para Nietzsche no existe tal “unidad
básica”, sino que ésta está dada por los condicionamientos del lenguaje. Para
ello hemos seleccionado de “Más allá del bien y del mal” el prólogo y los
parágrafos 12, 16, 17, 19, 20 y 23.
Los
filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, se han acercado a la verdad
con medios inhábiles e ineptos para llegar a ésta, pues en realidad nunca han
sabido cómo tratarla.
Hoy
toda especie de dogmática está ahí en pie, con una actitud de aflicción y
desánimo. No son pocos los que afirman que ha caído, que toda dogmática yace
por el suelo, incluso que toda dogmática se encuentra en sus últimos instantes
de vida.
Hay
buenas razones que abonan la esperanza de que todo dogmatizar en filosofía,
acaso no haya sido más que una noble puerilidad y cosa de principiantes;
habría que comprender qué es lo que propiamente ha bastado para poner la
primera piedra de esos sublimes e incondicionales edificios de filósofos que
los dogmáticos han venido levantando hasta ahora, Nietzsche nos dice que una
superstición popular cualquiera procedente de una época inmemorial (como la superstición
del alma, la cual, en cuanto superstición del sujeto y superstición del yo,
aún hoy no ha dejado de causar daño), acaso un juego cualquiera de palabras,
una seducciónde parte de la gramática o una temeraria generalización de
hechos muy reducidos, muy personales, muy humanos, demasiado humanos; haya
sido el origen de tales dogmas.
Parece
que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón de la humanidad con
sus exigencias eternas, tienen que vagar antes sobre la tierra cual
monstruosas y tremebundas figuras grotescas: una de esas figuras grotescas fue
la filosofía dogmática.
El
más duradero y peligroso de todos los errores ha sido hasta ahora un error de
dogmáticos, a saber, la invención por Platón del espíritu puro y del bien en
sí. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría
poner la verdad cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es
condición fundamental para la afirmación de la vida.
La
lucha contra Platón, la lucha contra la opresión cristiano eclesiástica
durante siglos ha creado una magnífica tensión del espíritu, cual no la había
habido antes en la tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora
como blanco las metas más lejanas. Ahora bien, al sentir esa tensión como una
tortura; se han hecho intentos de aflojar el arco, la primera, por el
jesuitismo, y la segunda, por la ilustración democrática: a la cual le fue dado
de hecho conseguir, con ayuda de la libertad de prensa y de la lectura de
periódicosque el espíritu no se sintiese ya tan fácilmente a sí mismo como
tortura. Mas nosotros tenemos la tortura toda del espíritu y la entera tensión
de su arco.
Prosigue
su crítica al sujeto haciéndola desde la génesis del lenguaje y su gramática,
es decir la lógica. El sujeto es una construcción metafísica desde el lenguaje.
Desde el punto de vista materialista la crítica
apunta al corazón de esta doctrina. La crítica es al propio materialismo y su intención es mostrar
cómo el átomo es un sucedáneo del alma.
El
atomismo materialista es una de las cosas mejor refutadas que existen; hay que
declarar la guerra también a la necesidad atomista, la cual continúa
sobreviviendo de manera peligrosa en terrenos donde nadie la supone,
análogamente a como sobrevive aquella necesidad metafísica, aún más
famosa: el más funesto atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha
enseñado el cristianismo, el atomismo psíquico. Se designa con
esta expresión aquella creencia que concibe el alma corno algo indestructible,
eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo.
No es necesario en modo alguno librarse por esto del
alma misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y venerables: cosa
que suele ocurrirle a la inhabilidad de los naturalistas, los cuales, apenas
tocan el alma, la pierden. Es posible hablar de alma mortal y alma como
pluralidad del sujeto y alma como estructura social de los instintos y afectos.
Sigue
habiendo ingenuos observadores de sí mismos que creen que existen certezas
inmediatas, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la superstición de
Schopenhauer, “yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse
captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por
parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. A
esto podemos agregar que “certeza inmediata” y también “conocimiento absoluto”
y “cosa en sí” encierran contradicción en el adjetivo, y esto es debido a la
seducción de las palabras.
El
filósofo debería decir: “cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición
“yo pienso” obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación
resulta difícil, y tal vez imposible, entre ellas, que yo soy quien piensa,
que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad
y el efecto causado por un ser que es pensado como causa, que existe un yo y,
finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra
pensar. Es posible que todo lo anterior haya sido un “querer” o “sentir”. Ese “yo pienso”
presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que ya conozco
en mí, para de ese modo establecer lo que tal estado es: en razón de ese recurso
a un “saber” diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una certeza
inmediata”.
El
filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica,
auténticas cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: ¿De dónde es
extraído el concepto pensar? ¿Hay una causa para creer en la causa y en el
efecto? ¿Hay algo que me permita hablar de un yo, e incluso de un yo como
causa, y, en fin, incluso de un yo causa de pensamientos?.
Algunos
dicen que un pensamiento viene cuando él quiere, y no cuando yo quiero; de modo
que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto
yo es la condición del predicado pienso. Ello piensa: pero que ese ello sea
precisamente aquel antiguo y famoso yo, eso es, hablando con un alto grado de
ironía, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una
certeza inmediata.
Se
razona aquí según el hábito gramatical que dice: pensar es una actividad, de
toda actividad forma parte alguien que actúe. Más o menos de acuerdo con
idéntico esquema buscaba el viejo atomismo, además de la fuerza que actúa,
aquel pedacito de materia en que la fuerza reside, desde la que actúa, el
átomo; cabezas más rigurosas acabaron aprendiendo a pasarse sin ese residuo
terrestre, y acaso algún día será posible estar sin aquel pequeño ello, en que
han transformado al honesto y viejo yo.
Los
filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta fuera la cosa más conocida
del mundo; y Schopenhauer dio a entender que la voluntad era la única cosa que
nos era propiamente conocida, conocida del todo y por entero, conocida.
Schopenhauer
no hizo más que lo que suelen hacer justo los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. La volición es algo complicado, algo que sólo como palabra forma una unidad, y justo
en la unidad verbal se esconde el prejuicio popular que se ha
adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos.
Sería
más adecuado decir que en toda volición hay, en primer término, una pluralidad
de sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de que nos alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos,
el
sentimiento de esos mismos alejarse y tender, y, además, un sentimiento
muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto
como realizamos una volición.
Un
sentir múltiple es un ingrediente de la voluntad, como así también, en segundo
término, el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; no
es posible separar ese pensamiento de la volición, como si entonces ya sólo quedase
voluntad. En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y
pensar, sino sobre todo, además, un afecto:
y, desde luego, el mencionado afecto del mando. Lo que se llama libertad
de la voluntad es esencialmente el afecto de superioridad con respecto a quien
tiene que obedecer: yo soy libre, él tiene que obedecer.
En
toda voluntad hay una conciencia, y una tensión de la atención, aquella mirada
que se fija exclusivamente en una
sola cosa, aquella valoración incondicional que dice “ahora se necesita esto y no otra
cosa”, aquella interna certidumbre que se nos obedecerá, y todo lo demás que
forma parte del estado propio del que manda.
La
voluntad, en la medida en que, en un caso dado, somos a la vez los que mandan y
los que obedecen, y, además, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los
sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen
comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que,
por otro lado, nosotros tenemos el hábito de pasar por alto, de olvidar engañosamente
esa dualidad, gracias al concepto sintético “yo”, ocurre que de la volición se
han deducido, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por lo tanto,
de valoraciones falsas de la voluntad misma; eso que dice que la volición basta para la acción.
Dado
que en la mayoría de los casos hemos realizado una volición únicamente cuando
resultaba lícito aguardar también
el efecto, es decir, la obediencia, es decir, la acción, ocurre que la apariencia se ha traducido en el
sentimiento de que existe una necesidad
del efecto; en suma, “el que tiene voluntad” cree, con un elevado grado
de seguridad, que voluntad y acción son de algún modo una sola cosa, atribuye la ejecución de la volición, a la
voluntad misma, y con ello disfruta de un aumento de aquel sentimiento de poder
que todo buen resultado lleva consigo.
Libertad
de la voluntad es la expresión para designar aquel complejo estado placentero
de “el que tiene voluntad”, el cual manda y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor.
A
su sentimiento placentero de ser el que manda añade así “el que tiene voluntad”
los sentimientos placenteros de los instrumentos que ejecutan, que tienen
éxito, de las serviciales “subvoluntades” o subalmas (nuestro cuerpo, para
Nietzsche, no es más que una estructura social de muchas almas). Cuando se
produce el efecto soy yo: ocurre lo que ocurre en toda colectividad bien
estructurada y feliz, a saber: que la clase gobernante se identifica con los
éxitos de la colectividad. Toda volición consiste sencillamente en mandar y
obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social de muchas
almas.
Un
filósofo debería considerar la volición en sí desde el ángulo de la moral:
entendida la moral, desde luego, como doctrina de las relaciones de dominio en
que surge el fenómeno de la vida.
Hablemos
ahora de los conceptos filosóficos.
Que
los diversos conceptos filosóficos no son algo arbitrario, algo que se
desarrolle de por sí, que, aunque en apariencia se presenten de manera súbita y
caprichosa en la historia del pensar, forman parte, sin embargo, de un sistema,
se aprecia en la seguridad con que los filósofos más diversos rellenan una y
otra vez cierto esquema básico de filosofías posibles.
Siempre
recorren el mismo camino, por muy independientes que se sientan los unos de los
otros con su voluntad crítica o sistemática; algo existente en ellos los guía,
algo los empuja a sucederse en determinado orden, precisamente aquel innato
sistematismo y parentesco de los conceptos.
El
pensar de los filósofos es un volver atrás y un repatriarse a aquella lejana,
antiquísima, economía global del alma de la cual habían brotado en otro tiempo
aquellos conceptos; filosofar es, en este aspecto, una especie de atavismo del
más alto rango.
Allí
donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absoluto evitar
que, en virtud de la común filosofía de la gramática, es decir, en virtud del
dominio y la dirección inconscientes ejercidos por funciones gramaticales
idénticas, todo se halle predispuesto de antemano para un desarrollo y sucesión
homogéneos de los sistemas filosóficos: lo mismo que parece estar cerrado el
camino para ciertas posibilidades distintas de interpretación del mundo.
Resumiendo,
la gramática es quién marca la senda que los conceptos pueden transitar,
podemos cambiar de conceptos, pero siempre y cuando no cometamos una infracción
gramatical, este es el marco metafísico de cualquier filosofía, su razón de ser
como sistema.
En
el ámbito de la sicología, Nietzsche nos dice que la sicología ha estado
dependiendo de prejuicios y temores morales: no ha osado descender a la
profundidad. Concebirla como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del poder, eso es algo que
nadie ha rozado siquiera en sus pensamientos: en la medida, en efecto, en que
está permitido reconocer en lo que hasta ahora se ha escrito un síntoma de lo
que hasta ahora se ha callado. La fuerza de los prejuicios morales ha
penetrado a fondo en el mundo más espiritual, en un mundo aparentemente más
frío y más libre de presupuestos, esto ha tenido efectos nocivos, paralizantes,
ofuscadores, distorsivos.
Se
ve obligada a luchar con resistencias inconscientes del investigador, ella
tiene contra sí el corazón, ya una doctrina que hable del condicionamiento
recíproco de los instintos buenos y los malos causa, cual si fuera una
inmoralidad más sutil, pena y disgusto a una conciencia todavía fuerte, y más
todavía causa pena y disgusto una doctrina que hable de la derivabilidad de todos
los instintos buenos de los instintos perversos.
Ahora
bien, suponiendo que se considere que incluso los afectos odio, envidia,
avaricia, ansia de dominio (voluntad de poder) son afectos condicionantes de
la vida, algo que tiene que estar presente, por principio y de un modo
fundamental y esencial, en la economía global de la vida, y que en
consecuencia tiene que ser acrecentado en el caso de que la vida deba ser
acrecentada, se padecerá en la orientación de su juicio como un vértigo. Esta
hipótesis no es la más penosa y extraña que cabe hacer en este campo enorme,
casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos.
Una
vez que hemos desviado el rumbo hasta aquí hay que estar muy alertas y seguir
adelante, estamos dejando atrás, atravesando
hasta agrietar para partir, la moral, con ello tal vez aplastemos, machaquemos
nuestro propio residuo de moralidad, mientras hacemos y osamos hacer nuestro
viaje hacia allá.
Nunca
antes se ha abierto un mundo más
profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios. Al
sicólogo que de este modo realiza sacrificios (no es en absoluto el sacrificio del entendimiento) le será
lícito aspirar al menos a que la sicología vuelva a ser reconocida como señora
de las ciencias, para cuyo servicio y preparación existen todas las otras
ciencias. Pues a partir de aquí, para Nietzsche, vuelve a ser la sicología el
camino que conduce a los problemas fundamentales.
Deja abierto
en este examen el camino para una nueva concepción de la subjetividad, que como
creemos haber demostrado no puede sostenerse en el concepto que de ella tiene
la modernidad. Este concepto comienza a resquebrajarse con Nietzsche para luego
sufrir un golpe singular en la obra de Freud.
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